10 de enero de 2021

FRAGMENTOS DE UNA BIOGRAFÍA ANGELA DAVIS

del libro “Autobiografía” de Ángela Davis
(Tercera Parte)

Durante la organización de la asamblea en San Diego, me encontré en una situación que había de convertirse en un problema constante de mi vida política. Fui objeto de severas críticas (especialmente por parte de miembros masculinos de la organización de Karenga) por querer hacer «un trabajo de hombres». Las mujeres no deben ejercer funciones dirigentes, me decían. Según ellos, la misión de la mujer era «estimular» a su compañero y educar a sus hijos. Lo irónico de la situación era que gran parte de lo que yo estaba haciendo había caído sobre mis espaldas por deficiencias del trabajo de los demás. Las gestiones para la publicidad, por ejemplo, estaban bajo la responsabilidad de un hombre, pero, como su trabajo dejaba mucho que desear, me puse a hacerlo simplemente para asegurar que saliera adelante. También era irónico que quienes más me criticaban fuesen justamente los que menos trabajaban para asegurar el éxito de la asamblea.
Muy pronto me familiaricé con un triste y extendido síndrome entre los activistas negros: confundían su actividad política con la afirmación de su virilidad.
Consideraban —y algunos siguen considerando— a los hombres negros como algo aparte de las mujeres negras; creían que estas eran una amenaza a la plenitud de su virilidad, especialmente aquellas que tomaban iniciativas y trabajaban para convertirse en dirigentes por derecho propio. Los hombres de la Organización US me sermoneaban constantemente en este sentido: debía usar de otro modo mis energías, me decían, debía emplearlas en dar ánimo y fuerzas a mi compañero para que él pudiese aplicar más eficazmente su capacidad a la lucha por la liberación negra.
Para mí, la revolución nunca fue un pasatiempo de juventud, algo esporádico, hasta que llegara el momento de «sentar la cabeza»; no fue un club de moda con una jerga de reciente creación, ni tampoco una nueva forma de vida social, emocionante por el riesgo y la lucha que implicaba y atractiva por un estilo de vestir diferente. La revolución es una cosa seria, la más seria en la vida de un revolucionario. Cuando uno se compromete en la lucha, debe ser para siempre.
Mientras recorríamos toda la zona de Los Ángeles —por las calles, las casas, los campus, los despachos—, a pie, en coche, encontrando a amigos, saludando a conocidos, nos sentíamos animados por la fuerza del toro y el orgullo del águila. Al hacer algo por nuestro pueblo de un modo libre, abierto y honesto, vivíamos una experiencia de intensa fraternidad. No se trataba de ninguna astuta utilización del sistema, marcada por el compromiso y el gradualismo. No se trataba tampoco del heroísmo individual de aquellos cuya indignación ha alcanzado un punto irreversible. Nuestra posición resultaba pública: nuestro compromiso era con nuestro pueblo y, para algunos, con nuestra clase. Debíamos actuar. Aunque no teníamos una ideología homogénea, aunque dábamos diferentes enfoques a los problemas, sabíamos que no podíamos retirarnos a reflexionar, que no podíamos detener la marea hasta que cada detalle estuviese elaborado a satisfacción de todos. Como alquimistas modernos, encendíamos el fuego y esperábamos que su calor perfeccionase la fórmula para nuestra victoria.
Fueron tiempos apasionantes. El potencial que teníamos para crear un movimiento de masas entre la población negra de Los Ángeles era asombroso, y pusimos manos a la obra inmediatamente, elaborando un programa más amplio para nuestros organizadores
Abril 1968, Mi incredulidad dio paso a una tristeza que me hizo sentir, durante un rato, abatida e impotente. Me abrumaba un indefinible sentimiento de culpa. Por nuestra parte, habíamos criticado duramente a Martin Luther King por su inflexible posición de no violencia. Algunos de entre nosotros habían llegado al extremo de dar por sentado que su religión, su filosofía de no violencia y su preocupación exclusiva por los «derechos civiles», en oposición a la lucha por la liberación total, le habían convertido en un dirigente esencialmente inofensivo. Nunca habríamos imaginado que caería víctima de una bala asesina; nunca habríamos pensado que necesitara nuestra protección. Creo que no nos habíamos dado cuenta de que su nuevo concepto de lucha —a la que él quería incorporar a los pobres de todas las razas, a los oprimidos de todo el mundo— representaba, en potencia, una gran amenaza para nuestro enemigo. Pensé que no había sido casual el hecho de que aquel día hubiese participado en una manifestación de basureros que estaban en huelga.
Aquella noche, en Nueva York, las calles de Harlem y de BedfordStuyvesant estaban llenas de encolerizados jóvenes negros que atacaban las tiendas y establecimientos blancos con piedras y botellas, y también de policías enviados a reprimirles. En Raleigh, Carolina del Norte, se producían levantamientos similares, y Jackson, en Misisipi, y Nashville, en Tennessee, estaban a punto de estallar.
Algunas personas nos acusaron de querer «calmar» a los negros y de asumir una posición moderada ante el asesinato. Estas acusaciones venían de aquellos que estaban a favor de una rebelión inmediata. Pero nuestra estrategia resultó ser correcta, pues, al día siguiente al asesinato la propia policía se disponía a provocar una revuelta. Cuando volvieron los compañeros que habíamos enviado a pulsar el estado de ánimo de la comunidad, nos informaron de las provocaciones policiales que ocurrían por toda la ciudad. Se habían instalado ametralladoras en el tejado de las principales comisarías de policía del gueto; los hombres que habrían de manejarlas estaban en sus puestos en todo momento.
La tensión crecía; nos parecía estar en la cima de un volcán que podía entrar en erupción en cualquier momento. El 5 de abril, el día siguiente al asesinato, Lyndon B. Johnson había ordenado al secretario de Defensa que utilizase toda la fuerza necesaria para salvaguardar «la ley y el orden». El 6 de abril habían muerto ya veinte personas en el país:
Cuando volvimos al local después de la asamblea, nadie vino a abrirnos la puerta. Esa fue la primera señal de anormalidad. Bobbie y yo estuvimos a punto de montar en cólera contra aquellos hermanos por haber abandonado sus puestos en un momento tan crítico, pero sabíamos que eran muy responsables y no parecía probable que hubiesen dejado el local sin defensa
No era casual que hubiesen atacado nuestra imprenta. El trabajo de nuestra organización era, en primer lugar, educativo. Acabábamos de distribuir cientos de miles de octavillas en las que protestábamos por el asesinato del doctor King, explicábamos las fuerzas racistas que había detrás de aquel crimen y proponíamos formas de resistencia
…. Durante aquellos días releí ¿Qué hacer? , de Lenin, que me ayudó a clarificar mi situación, y también a Du Bois, en especial sus escritos referentes al momento en que decidió unirse al Partido Comunista.
Desde los días de Frankfurt, de Londres, de San Diego, había estado deseando unirme a un partido revolucionario. De todos los partidos que se llamaban revolucionarios o marxistas-leninistas, el Partido Comunista era, en mi opinión, el único que no exageraba al darse aquellos epítetos. A pesar de mis críticas sobre algunos aspectos de su política, había llegado ya a la conclusión de que ingresaría en el Partido Comunista o, por el momento, en ningún otro.
En julio de 1968 entregué mis cincuenta centavos —la cotización inicial — al presidente del Club Che-Lumumba y me convertí en miembro de pleno derecho del Partido Comunista de Estados Unidos. Poco después hube de retirarme a La Jolla para hacer los últimos e intensos preparativos con vistas al examen de aptitud para el doctorado en Filosofía
Después de una serie de reuniones con los Panteras Negras para airear algunos problemas y liquidar pasadas hostilidades, y tras discutir la propuesta en el Club Che-Lumumba, Deacon y yo estuvimos de acuerdo en ingresar en su partido. Encontramos una casa para el local de la zona oeste en la esquina de la Séptima Avenida con el bulevar Venice, y a los pocos días comenzaron a acudir a él gran número de muchachos y muchachas de la vecindad. Una vez que estuvieron organizados los programas de la escuela, las clases se llenaron de jóvenes entusiastas
Si me quedaba algo del elitismo que casi inevitablemente se infiltra en la mentalidad del universitario, lo perdí del todo en las clases de educación política de los Panteras Negras. Cuando estudiábamos El Estado y la revolución, de Lenin, nos encontramos con que había en la clase hermanas y hermanos cuyo paso por la escuela no les había servido siquiera para aprender a leer correctamente. Algunos me contaban cómo habían pasado muchas y penosas horas con el libro, usando el diccionario para averiguar el sentido de muchas palabras en una sola página, hasta llegar a comprender lo que decía Lenin. Mas cuando aquellos alumnos explicaban a sus compañeros lo que habían sacado en limpio de la lectura, era evidente que lo habían entendido todo; su comprensión de Lenin se realizaba El movimiento de la zona oeste fue adquiriendo importancia. En total, eran más de doscientas las personas que asistían a clases y reuniones en nuestros locales. Teníamos que enfrentarnos a un creciente hostigamiento por parte de la policía. De pronto, en medio de todo aquello, estalló una crisis entre los Panteras Negras. Por todo el país habían sido descubiertos un gran número de agentes de la policía infiltrados en el partido. a un nivel mucho más vital que el de cualquier profesor de ciencias sociales.

 

  • ¡Compartí este post!
Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp
Share on email

Posts relacionados