10 de enero de 2021

FRAGMENTOS DE UNA BIOGRAFÍA ANGELA DAVIS

del libro “Autobiografía” de Ángela Davis

(Cuarta Parte)

En julio de 1969, militantes del movimiento procedentes de todo el país (negros, mulatos y blancos) se reunieron en Oakland, California, para asistir a una asamblea convocada por el Partido de los Panteras Negras con el fin de crear un Frente Unido Contra el Fascismo.
La idea organizativa que había tras la asamblea era excelente: se proponía que gentes de ideologías diversas —una representación lo más amplia posible del pueblo— se uniesen para formar un Frente Unido y combatir la represión, cada día más feroz. Pero la asamblea suscitó una serie de problemas ante los que yo me sentía quizás hipersensible, pues me había visto obligada hacía poco a romper mi relativamente estrecha colaboración con los Panteras Negras. La dificultad básica, en mi opinión, era que se nos pedía que creyésemos que el monstruo del fascismo estaba ya desatado, y que el país en el que vivíamos no difería esencialmente de la Alemania nazi. Sin duda la amenaza del fascismo existía, pero era incorrecto y desmovilizador asegurar a la gente que estábamos ya viviendo bajo un régimen fascista
Cuando acepté el puesto de profesora en la Universidad de Los Ángeles, ignoraba que los estatutos de la Junta de Gobierno —elaborados en 1949— prohibían la contratación de profesores comunistas. Ronald Reagan y sus secuaces desenterraron aquella cláusula claramente anticonstitucional y la invocaron para impedirme enseñar en la universidad.
Al iniciarse aquel asunto, me di cuenta de que mis objetivos personales iban a entrar en contradicción con mis responsabilidades políticas. En un principio, no había tenido intención de empezar a trabajar aquel año. No había terminado aún la tesis para el doctorado en Filosofía, y pensaba liquidarla antes de buscar trabajo. Después decidí aceptar el puesto en la universidad porque el liviano trabajo que representaba me dejaría tiempo para acabar la tesis.
Contesté a la carta del rector con una afirmación inequívoca de mi afiliación al Partido Comunista. Expresé mi enérgica protesta por el hecho de que hubiese sido formulada la pregunta, pero dejé claro que estaba dispuesta a luchar abiertamente, como comunista.
Mi respuesta cogió desprevenidos a los miembros de la Junta de Gobierno, y algunos de ellos consideraron mi declaración de pertenencia al Partido Comunista como una ofensa personal. Estoy segura de que daban por supuesto que apelaría a la Quinta Enmienda. En tal caso, investigarían públicamente mi pasado inmediato para demostrar que yo era, en efecto, comunista.
La junta respondió de forma impetuosa y colérica: me anunciaron su intención de expulsarme de mi puesto.
En el departamento de Filosofía y en la sede del Partido Comunista se recibieron cantidades de cartas y llamadas telefónicas amenazadoras. Un hombre irrumpió en los despachos del departamento y atacó físicamente a Don Kalish
Para cuidar de mi seguridad, los camaradas del Che-Lumumba decidieron que un hermano estaría a mi lado a todas horas. Hube de modificar muchos hábitos personales y adaptarlos a las exigencias de la seguridad
Después de nuestra primera victoria legal —un mandato judicial que prohibía a la Junta de Gobierno expulsarme por razones políticas—, las cartas insultantes y las amenazas aumentaron en número y en virulencia. Las amenazas de bomba eran tan frecuentes que, al cabo de un cierto tiempo, la policía del campus dejó de examinar el motor de mi coche, y hube de aprender a hacerlo yo
Aunque la necesidad de ser vigilada constantemente representaba una molestia, esta era solo un aspecto de un problema más amplio: mi repentina transformación en una figura pública, a la que no lograba acostumbrarme. No soportaba ser el centro de tanta atención. Me ponían nerviosa los periodistas, que se metían en todo y a veces se me pegaban como parásitos. Odiaba ser mirada como un objeto curioso. Nunca había aspirado a ser una «conocida revolucionaria»; mi concepto de la actividad revolucionaria era muy diferente. Sin embargo, había aceptado el desafío de las autoridades y, si ello implicaba que había de convertirme en una personalidad conocida, estaba dispuesta a soportarlo, a pesar de todas las molestias
Cuando pensaba que estaban expuestos al más virulento racismo y anticomunismo del sur, mi inquietud se mezclaba con los terrores que había experimentado durante mi infancia en Birmingham. Recordaba el pánico que sentía al oír la explosión de las bombas que destrozaban casas de nuestra misma calle. Recordaba cómo mi padre tenía las armas preparadas en el cajón superior de la cómoda, por si éramos atacados. Pensaba en la época en que el ruido más leve bastaba para que mi padre o mis hermanos corriesen afuera en busca de un artefacto explosivo escondido junto a la casa.
9 de agosto de 1970
Estaba sola con Helen, ocultándome de la policía y llorando la muerte de un hombre al que quería. Dos días atrás, estando en casa de Helen —en una colina de Echo Park, en Los Ángeles—, me había enterado del motín que se había producido en el tribunal del condado de Marin y de la muerte de mi amigo Jonathan Jackson. Hasta aquel momento no había oído hablar nunca de Ruchell Magee, James McClain y William Christmas, los tres reclusos de San Quintín que protagonizaron, junto con Jonathan, la revuelta que les costó la vida a él, a McClain y a William Christmas. Pero aquella tarde tenía la impresión de conocerles desde hacía mucho tiempo.
A mi dolor y mi cólera se unió entonces el miedo. Un miedo tan simple, tan abrumador y tan elemental que la única sensación con que pude compararlo era aquella angustia que me asaltaba de pequeña cuando me quedaba sola en la oscuridad. Sentía a mi espalda una cosa indescriptible, monstruosa, que no llegaba a tocarme pero me amenazaba. Cuando mis padres me preguntaban qué era lo que me daba tanto miedo, las palabras que usaba para describir aquello sonaban ridículas y tontas. Ahora, en cambio, a cada paso que daba, sentía una presencia bien fácil de describir. Me pasaban por la mente imágenes de violencia, pero aquella vez no eran abstractas; al contrario, eran claras imágenes de metralletas surgiendo de la oscuridad, rodeándonos, escupiendo fuego contra nosotras…
Varios agentes (de la policía de Los Ángeles o quizá del FBI) rodearon como avispas irritadas a Kendra, a Franklin y a mi compañera de piso, Tamu. Miembros del Club Che-Lumumba —nuestro grupo del partido— y del Comité de Defensa de los Hermanos de Soledad habían dicho a Franklin que a ellos se les vigilaba también.
Todo aquello me parecía horrible: los viajes nocturnos, los ojos velados por las lágrimas, las actitudes de cautela y reserva. Estaba segura, desde hacía tiempo, de que llegaría el día en que muchos de nosotros habríamos de escondernos, pero aquello no me ayudaba a aceptar mejor aquella existencia furtiva y clandestina.
Decidí no salir del país. Pero creí que podría hacer creer al FBI que había logrado escapar. Lo último que hice en aquel vacío apartamento de Miami fue redactar una declaración que sería entregada a alguien que pudiese transmitirla a la prensa. Hablé de la juvenil y romántica decisión de desafiar las injusticias del sistema penal por parte de Jonathan, y de la tremenda pérdida que habíamos sufrido cuando murió, el 7 de agosto, en el condado de Marin. Proclamaba mi inocencia y, dando a entender que estaba ya fuera del país, prometía que, cuando el clima político de California resultara menos histérico, volvería para explicarme ante los tribunales. Entretanto, declaraba, la lucha debía continuar.
Yo estaba obsesionada reflexionando cómo podríamos eludir a la policía, pensando por cuánto tiempo aún podría soportar el aislamiento, pues establecer contacto con alguien habría sido un suicidio.
Según una costumbre que había adquirido en la vida clandestina, me rezagué varios metros por detrás de David mientras él se adelantaba para echar una mirada a la habitación. Cuando él abría la puerta con la llave, operación que parecía durar más que de costumbre, alguien abrió una puerta al otro lado del corredor. Un hombre delgado se asomó a mirar y, aunque no tenía aspecto de policía, su aparición súbita me sumió de nuevo en el terror. Desde luego, aquel hombrecillo pálido podía ser sencillamente un huésped del motel que bajaba a cenar. Pero algo me decía que la escena de la detención había empezado y que aquel hombre era su primer actor. Me pareció que había alguien a mi espalda. El hombre del ascensor. No me quedaba la menor duda. No eran figuraciones mías. Había llegado el momento
Unos diez agentes me hicieron atravesar la aglomeración que se había formado ya en el vestíbulo de la planta baja y en la calle. Allí esperaba una larga comitiva de coches sin distintivos policiales. Desde uno de ellos, mientras circulábamos rápidamente por las calles, divisé otra comitiva que llevaba a David a un lugar desconocido.
Las esposas me apretaban tanto que, si me hubiese apoyado en el respaldo del asiento, se me habría parado la circulación de los brazos.
El policía del asiento delantero se volvió y me dijo, con una sonrisa: «¿Quiere un cigarrillo, señorita Davis?». Abrí la boca por primera vez desde mi detención: «De usted, no».
A mis quince años, yo creía en algunos de los mitos referentes a los presos. No veía a aquellas mujeres exactamente como criminales —lo que la sociedad decía que eran—, sino como seres extraños al mundo en el que yo vivía. No sabía qué hacer cuando veía las siluetas de sus cabezas a través de aquellas ventanas casi opacas. Nunca entendía lo que decían; no sabía si pedían ayuda, si llamaban a alguien en concreto o si sencillamente querían hablar con alguien que estuviese «libre». Y ahora me venían a la cabeza los espectros de aquellas mujeres sin rostro a las que yo no había respondido. ¿Gritaría yo también a la gente que pasaba por la calle? ¿Fingirían ellos no oírme, de la misma manera que yo había fingido no oírlas a ellas?
La huella de mi índice fue impresa en una tarjeta de color naranja que, según me informaron, era el documento de identidad que toda reclusa debía llevar encima en todo momento. Después vino otro registro. Protesté enérgicamente contra aquello, pues en el FBI me habían registrado ya. La matrona encargada de registrarme me explicó el procedimiento de forma bastante confusa. Mientras me desvestía en la sala de duchas, ella, discretamente, fingió que buscaba algo. Me entregó una bata de hospital y me indicó que fuese a sentarme a un banco junto a una puerta cerrada. Por las mujeres que estaban ya allí supe que íbamos a ser registradas internamente. Cada vez que una reclusa salía de la cárcel para comparecer ante el tribunal debía someterse, a su regreso, a una exploración vaginal y rectal.

  • ¡Compartí este post!
Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp
Share on email

Posts relacionados