10 de enero de 2021

FRAGMENTOS DE UNA BIOGRAFÍA ANGELA DAVIS

del libro “Autobiografía” de Ángela Davis

(Sexta y última parte)

22 de diciembre de 1970
Cuando el avión aterrizó en California, después del viaje de extradición de doce horas a través del país, había en el aeropuerto tantos hombres armados esperándonos como hubo antes en el de la Costa Este vigilando mi partida. Los policías parecían perdidos entre los centenares de hombres con el uniforme de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Estaban apostados por toda la zona y alineados a ambos lados del camino que tomó la comitiva para atravesar la base a toda velocidad.
Ahora que estaba en el condado de Marín, debía estar preparada para enfrentarme con mis acusadores en su terreno. Había que formar un equipo de defensores. John pensaba volver al este cuando estuviese resuelta la cuestión de los abogados, y Margaret se quedaría. Yo habría de tener confianza absoluta en mis abogados, pues, en sentido literal, iba a confiarles mi vida. Margaret y yo habíamos establecido ya aquella profunda confianza, pues nos queríamos como hermanas.
Margaret telefoneó al bufete de Howard para preguntarle si estaría dispuesto a aceptar la principal responsabilidad del caso. Él accedió inmediatamente, y Franklin salió para Atlanta a fin de hablar con detalle del asunto. Habíamos superado la primera dificultad. Me sentí enormemente aliviada.
Las cárceles son organizaciones irracionales, en el sentido de que sus mandamases no piensan; no resuelven ningún problema ni afrontan racionalmente ninguna situación que se aparte en lo más mínimo de la norma establecida. El vacío que crea todo ello se llena con una serie de reglas y con el temor a establecer precedentes (es decir, reglas que ellos no han digerido aún). Antes de iniciar siquiera la batalla decisiva por mi vida, antes de empezar, por así decirlo, a forjar nuestras armas para vencer al monstruo, tuvimos que emplear gran cantidad de energía luchando por minucias. Debido a las reglas gracias a las cuales sobreviven las cárceles, lo único que hace vibrar a sus administradores es la proximidad del dolor y de la muerte. Los más rápidos en matar eran siempre los que más se indignaban por la infracción del reglamento.
5 de enero de 1971
Alguien apretó un botón y se abrió la puerta metálica que cerraba la sección de mujeres. Me llevaban ante el tribunal donde el Estado de California me acusaría oficialmente de asesinato, secuestro y conspiración
El juez se negó, pues, a ordenar que me permitieran estar con las demás reclusas; quería una petición nuestra detallada y documentada en la que se especificasen con precisión las condiciones de mi encarcelamiento y se expusiese en términos legales las razones por las que creíamos que no debía mantenérseme aislada. Aquella era una típica forma de invertir el proceso de la justicia: cada vez que ellos violaban mis derechos, se nos exigía a nosotros que demostrásemos por qué no debían ser violados.
Bettina Bettina Aptheker se había convertido en una de las principales dirigentes del Free Speech Movement (Movimiento por la Libertad de Expresión)[34] de Berkeley, que preparó el terreno para la rebelión universitaria de los años sesenta. Cuando me visitó en Los Ángeles en la época de la lucha por mi trabajo en la universidad, llevábamos unos diez años sin vernos. Ella escribía para el World Magazine (la sección ilustrada de nuestro diario del partido) y me hizo una entrevista acerca de la lucha que estaba llevando por conservar mi empleo en la Universidad de Los Ángeles. Después de aquel día, siempre que nos habíamos visto había sido por poco tiempo y en medio de alguna emergencia de tipo político. Yo me sentía frustrada porque nunca teníamos tiempo de hablar con tranquilidad.
Me alegró saber que iba a reservarse algunos días para actuar como investigadora legal mía, pues ello significaba que podía visitarme durante más tiempo y fuera de las horas regulares de visita.
En una de nuestras primeras entrevistas, Bettina me informó de que el Comité de Defensa inglés tenía intención de publicar un libro formado por escritos míos relativos a mi juicio y al movimiento por mi libertad, y nos pedían que reuniésemos un conjunto de textos entre los que pudieran seleccionar el material para el libro. Desde el principio consideramos aquel libro como un instrumento a través del cual la gente pudiese profundizar sus conocimientos sobre la represión, conocer casos de presos políticos y enterarse de lo que realmente ocurría en las cárceles norteamericanas
Bettina y yo escribimos varios artículos sobre las cárceles y los presos políticos. Durante una serie de largas reuniones en la cárcel, dificultadas por el cristal y los teléfonos o por la rejilla de metal, decidimos qué otros materiales se incluirían en el libro. Mis carceleras no permitían que mis investigadores trajesen ningún papel, aparte de una libreta de hojas en blanco y un lápiz. Por ello, todos los materiales me llegaban a través de los abogados. Y Bettina tenía que retener en la memoria todos los asuntos que quería discutir conmigo.
Confiamos la edición del libro a una empresa negra, The Third Press. Por desgracia, no nos dimos cuenta de que aquella empresa estaba sobre todo interesada en promocionar comercialmente el libro, aun a costa de presentarme a mí no como coordinadora de su contenido, sino como autora.
Una de las «válvulas de escape» de la cárcel tenía un carácter declaradamente sexista. Era la ostensible presencia de lavadoras, secadoras y diversos utensilios para planchar, que, aparte de las mesas de metal y los taburetes sin respaldo, constituían el único mobiliario de la sala. El «razonamiento» que justificaba aquello era seguramente el de que las mujeres, por el hecho de serlo, echan en falta una parte esencial de su vida si se las priva de las tareas domésticas. Los uniformes y la ropa interior de los presos eran enviados a lavar al exterior; la ropa de las mujeres, en cambio, debía ser lavada por ellas mismas. Si no se ofrecían voluntariamente a lavar y planchar, se les imponía un programa de trabajo. Este sistema de trabajo era, además, racista. Cuando, empujadas por el aburrimiento, había muchas mujeres que se ofrecían para lavar, las reclusas negras eran firmemente rechazadas. Pero, cuando no había voluntarias, se las obligaba a hacerlo.
Las causas de Ruchell Magee y Angela Davis, que estaban unidas deciden separarlas. “Quienes, a lo largo de todo el país, nos esforzamos por impulsar un movimiento de masas capaz de lograr la libertad de todos los presos políticos, nos hallamos en este momento ante una doble responsabilidad. Debemos exponer al pueblo los casos de Ruchell Magee y Angela Davis con objeto de dar a las masas una visión clara de la opresión que representa el sistema penal”
21 de agosto 1971
George había muerto. Le dispararon en la cárcel por la espalda.
George era un símbolo de la voluntad de todos los que estábamos entre rejas, de esa fuerza que los oprimidos son siempre capaces de acumular, aun cuando creamos que el enemigo nos ha despojado de todo, que nos ha robado incluso nuestras almas. Es una fuerza que surge de la necesidad casi biológica de ser dueños en alguna medida del curso de nuestras vidas. George, que había pasado en la cárcel toda su vida de adulto, sintió desesperadamente aquella necesidad y, lo que es más importante, supo darle una expresión clara, universal, y así el mensaje de sus escritos pudo llegar a gentes de todo el mundo.
»Para mí, la muerte de George ha significado la pérdida de un camarada y de un dirigente revolucionario, pero también la pérdida irreparable de un amor… Solo puedo decir que, al seguir amándole, intentaré expresar este amor en la forma que él habría deseado:
reafirmando mi decisión de luchar por la causa a la que él entregó su vida. Con su ejemplo ante mí, mis lágrimas y mi dolor se convierten en rabia contra el sistema que es responsable de su asesinato.
El profundo dolor personal que sentía me habría asfixiado si no lo hubiese convertido en una rabia justa y bien orientada. No podía pararme a pensar en mi desgracia individual. Toda concesión a mi dolor privado me haría hundirme. La tristeza personal en aquella celda gris y silenciosa, bajo la mirada llena de odio de mis carceleras, podía romper la firme voluntad que me mantenía en pie. La muerte de George había de ser como un imán, como un disco de acero en mis entrañas que atrajese magnéticamente hacia él los sentimientos que necesitaba para mantenerme firme y luchar con redoblado vigor. La muerte de George aguzaría mi odio hacia los carceleros y mi desprecio por el sistema penal y fortalecería los lazos que me unían a los demás presos. Y me daría el valor y la energía que necesitaba para sostener una guerra prolongada contra el perverso racismo que le había asesinado. George se había ido, pero yo continuaba. Ahora, sus sueños eran míos.
Quienes habían de decidir el lugar del juicio no les agradaba San Francisco, que se extiende al otro lado del puente con su población multicolor y de diversas opiniones sociales y convicciones políticas. Elegir San Francisco era demasiado arriesgado; el amplio movimiento local que podía formarse para seguir de cerca el juicio era demasiado potente. Ellos querían un lugar más tranquilo, un lugar donde las controversias quedasen encubiertas por la inocua cortesía. Un lugar donde la comunidad negra no fuese numéricamente importante, pero donde hubiera las suficientes figuras relevantes de nuestra raza como para disimular la existencia del racismo. Querían un lugar geográficamente importante, pero incoloro políticamente y, sobre todo, sin tradición de luchas políticas progresistas. Aquel lugar resultó ser San José.
pasé otra vez por el mismo ritual: Nombre… Dirección… Edad… Lugar de nacimiento… Detenciones anteriores…, etc., etc., etc.
Fotografías… Huellas dactilares… ¿Llegaría el día en que pasaría por una de aquellas oficinas de registro en la dirección inversa, para salir en libertad?
—Tiene que quitarse la ropa —me dijo la pregunté qué era lo que encontraba tan interesante, se azaró muchísimo y sin decir nada salió bruscamente de la celda.
Aquellos días, a medida que mejoraban las condiciones de mi encarcelamiento, sentía brotar dentro de mí una profunda tristeza. Lo que habían hecho por mí se había hecho, hasta el momento, solo por mí. Me obsesionaba el recuerdo de todos los hermanos y hermanas que estaban pudriéndose en otras cárceles: Ruchell, Fleeta, John, Luis, Johnnie Spain, David Johnson, Hugo Pinell, Willie Tate, Earl Gibson, Larry Justice, Lee Otis Johnson, Martin Sostre, Marie Hill, los Hermanos de Attica…
Oí una noticia: «Ayer por la tarde, el Tribunal Supremo del Estado de California aprobó la abolición de la pena de muerte, por ser cruel e inhabitual y, por ello, anticonstitucional».
Me eché a reír a carcajadas. Si hubiese estado en cualquier otro lugar, habría gritado, pero allí, en la soledad de aquella cárcel, contuve mi alegría.
Llegó Margaret. Enseguida vi que ya sabía la noticia, pues venía casi saltando, alegre y excitada. Nos abrazamos. Le dije que en un día como aquel no me habría importado estar en el Centro de Rehabilitación de San Quintín, en el pasillo de la muerte. «Deben de estar en plena orgía en este momento», dije.
Margaret, animadamente, me explicaba que Howard estaba preparando una audiencia aquella misma mañana para la cuestión de la libertad bajo fianza.
Angela —me dijo—, se ha abolido la pena de muerte. ¿No te das cuenta de que esto elimina la base legal que utilizó Arnason para denegarte la libertad? ¡Ahora no le queda otra salida que concedértela!

23 de febrero de 1972
Por fin llegó el día de la audiencia. Temblando de nerviosismo, tuve que someterme a las esposas y dejarme conducir a través de las puertas metálicas hasta el automóvil que me llevaría al juzgado. Me concentraba intensamente en cada uno de los gestos que había de hacer: levantar mis manos esposadas, volverme de espaldas al coche, sentarme al borde del asiento y deslizarme hasta el centro. Nunca aceptaba la ayuda de un carcelero, por difícil que fuese entrar en el coche.
No empecé a comprender mi error hasta algunos meses después. Era cierto que el hecho de reivindicar mi libertad provisional no constituía una exigencia revolucionaria. También era cierto que no desenmascaraba por sí mismo la podrida base del sistema capitalista. Pero precisamente porque una petición de libertad bajo fianza podía atraer a cualquier persona preocupada por la justicia, hacía posible que la campaña llegase a muchos miles de personas que, en un principio, seguramente no se habrían sentido movidas a exigir mi liberación definitiva
La participación de tanta gente en la campaña había sido en sí misma asombrosa, pero lo que más me impresionó y me convenció del acierto que había representado impulsar aquella lucha fue la evolución política de los que participaron en ella. Muchos de ellos pasaron a actuar en otros niveles de la campaña. Una vez que comprendían el funcionamiento de los sistemas penal y judicial, se veían obligados a pensar seriamente en la represión política de la que nosotros hablábamos
Contábamos con la promesa pública que había hecho Aretha Franklin, unos meses atrás, de aportar el dinero para la fianza. Aretha estaba ahora en el extranjero, pero, cuando mi madre se puso en contacto con ella, declaró que seguía dispuesta a ser mi fiadora. El problema era que debía pasar aún una temporada fuera del país, y el dinero no podía ser entregado sin su firma.
El comité siguió buscando. Se reunieron rápidamente los 2.500 dólares que habían de ser entregados al tribunal y unos 10.000 para el fiador (el 10 por ciento de la fianza) cuando se encontrase a la persona que como garantía ofreciera bienes por un valor de 100.000 dólares. Esta vez, durante mi viaje de regreso a la cárcel en la comitiva de hombres armados, aunque llevaba las manos esposadas, me sentía llena de fuerza. Lo que acababa de ocurrir era la prueba incontrovertible del poder del pueblo.
De nuevo en mi celda, me eché en la litera, presa de una profunda tristeza. ¿Por qué yo y no los demás? No podía evitar sentirme culpable. Pero sabía que mi libertad tendría sentido solo si la empleaba en conseguir la liberación de aquellos cuya situación yo había compartido.
Mientras corríamos por la autopista, nos pusimos a gritar, a reír y a abrazarnos. Aquella vez no había guardias, ni coches de policía, ni esposas. «Nos encontraremos todos en casa de Bettina y de Jack», dijo alguien.
Cuando entramos en la casa, me dolía la cara de tanto reír y sonreír.

En el desarrollo del juicio Mientras los abogados rebatían tenazmente las pruebas más importantes de la acusación, los hermanos y hermanas del comité avivaban el fuego en la calle, entre la gente. Cuanto más aumentaba en número, en fuerza y en entusiasmo el movimiento popular por mi libertad, más imperativo se hacía el considerarlo no como algo excepcional, sino como una pequeña parte de una amplia lucha contra la injusticia, como una rama del que había de llegar a ser un gran árbol de resistencia, firmemente arraigado. No se trataba solo de la represión política, sino del racismo, de la pobreza, de la brutalidad policíaca, de las drogas y de las innumerables formas con que se mantiene en el dolor, en la desesperanza, a los obreros negros, mulatos, indios, amarillos y blancos. Y aquello no ocurría solo en los Estados Unidos de América, sino en países como Vietnam, donde los B-52 norteamericanos arrojaban una lluvia de bombas que quemaban y mutilaban a niños inocentes.
4 de junio
Durante el ritual previo a la lectura del veredicto, traté de explicarme aquel súbito cambio de actitud en el jurado. Sus caras decían: «Culpable». Pero eso era imposible, ilógico, absurdo. Quizá todo había sido una gran farsa; quizá nos habían estado engañando durante aquellos meses, y aquellas miradas glaciales eran la realidad que mostraban al quitarse las máscaras. Sentí el deseo de correr hacia mi madre y alejarla de allí. Aquellos pensamientos, nacidos de la desesperación y el desconcierto, eran tan turbadores que tuve que hacer un esfuerzo para oír leer al secretario los documentos que Mary Timothy había entregado al juez.
Cuando el secretario leyó por tercera vez la palabra «Inocente», nos pusimos a gritar, a reír, a llorar y a abrazarnos, completamente ajenos a la presencia del juez. Este quiso cerrar el juicio con la misma corrección con que lo había presidido

 

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