15 de noviembre de 2020

FRAGMENTOS DE UNA BIOGRAFÍA ANGELA DAVIS (Segunda Parte)

del libro “Autobiografía” de Ángela Davis
(Segunda Parte)
Septiembre de 1961- La Universidad Brandeis era diferente. Allí no tenía la posibilidad de salir al exterior. A mi llegada, busqué compañeros negros entre los grupos de estudiantes de primer curso. El simple hecho de saber que estaban allí me habría reconfortado un poco. Pero, al parecer, con la beca que me había concedido Brandeis solo se pretendía acallar la mala conciencia de este centro y aumentar en el primer curso el número de alumnos negros, que era solo de dos. Yo era, pues, la tercera; las otras dos también eran chicas. Me alegró saber que una de ellas, Alice, estaba en el mismo piso que yo.
Lo único que me hizo vibrar durante aquel primer año fue la noticia de que James Baldwin iba a venir a dar una serie de conferencias sobre literatura.
Durante aquel agitado, aunque breve periodo, me aproximé a las personas con las que me parecía tener más cosas en común: los estudiantes extranjeros. Hice amistad con un indio, un hombre bondadoso que tenía ideas muy claras de lo que estaba ocurriendo a nuestro alrededor. Creo que fue mi amistad con Lalit, más que otra cosa, lo que me hizo entender de verdad la interconexión de las luchas por la libertad de todos los pueblos del mundo. Me conmovían profundamente sus descripciones de la increíble miseria del pueblo indio, y no cesaba de pensar en mis hermanos de Birmingham y de Harlem.
Llegó el mes de junio. Mi beca para el festival exigía hacer algún trabajo voluntario en su cuartel general, situado en Nueva York: mecanografiar, ciclostilar, correspondencia. El avión chárter de Brandeis nos llevó a Londres, ciudad que visité sola durante un día o dos antes de tomar el tren para París
Nosotras recorríamos París con entusiasmo, e íbamos a los lugares más baratos y que ofrecían descuentos a los estudiantes: el Louvre, el Museo Rodin, la Comedie Française, donde la entrada nos costó solo un franco y vimos una obra de Molière. En los bulliciosos cafés del bulevar SaintMichel conocimos a gente que contaba cosas interesantes, relativas, sobre todo, a su aversión por los franceses. Eran africanos, haitianos, antillanos y argelinos. Deambulamos por los restaurantes baratos, frecuentados por los obreros argelinos, en el laberinto de callejuelas del Barrio Latino.
Ser argelino y vivir en París en 1962 equivalía a ser un perseguido. Mientras los argelinos luchaban contra el ejército francés en sus montañas y en las ciudades europeizadas de Argel y Orán, grupos terroristas paramilitares atacaban indiscriminadamente a hombres y mujeres en la capital colonialista solo porque eran o parecían argelinos.
En la capital francesa estallaban bombas en los cafés frecuentados por norteafricanos; aparecían cuerpos ensangrentados en callejuelas oscuras, y las paredes de los edificios y del metro estaban llenas de inscripciones antiargelinas. Una tarde asistí a una manifestación en favor del pueblo argelino delante de la Sorbona
El recuerdo de las experiencias del verano estaba muy vivo aún cuando inicié mi segundo año en Brandeis, y me hacía sentirme más madura y segura de mí misma. El hecho de conocer a personas de todo el mundo me había hecho ver la importancia que tenía el poder franquear las barreras superficiales que nos separaban. Una de estas, fácilmente superable, era el lenguaje. Decidí especializarme en francés. Durante aquel curso, me absorbí totalmente en el trabajo: leí a Flaubert, Balzac, Baudelaire, Rimbaud y Proust, los miles de páginas de En busca del tiempo perdido… Seguía interesándome mucho Sartre; siempre que tenía ocasión leía esforzadamente sus obras
16 de septiembre de 1963- Después de la clase, pedí a los tres o cuatro estudiantes que me acompañaban que me esperasen un momento mientras compraba el Herald Tribune . Caminando y atendiendo a la conversación, miré el periódico por encima y vi un titular que decía algo de cuatro muchachas y una bomba en una iglesia. Al principio fui solo vagamente consciente de aquellas palabras. Después, el contenido de la noticia me dejó anonadada. Birmingham. La iglesia baptista de la calle Dieciséis. Los nombres. Cerré los ojos, apretando mucho los párpados, como si pudiese expulsar de mi mente lo que acababa de leer. Cuando volví a mirar, las palabras estaban aún allí, los nombres bien claros en imborrables caracteres negros.
—Carole…, Cynthia… —dije—. Las han matado.
Antes de que hablase, yo estaba a punto de volcar al exterior los sentimientos que había provocado en mí la noticia de aquella bomba, culpable de la muerte de cuatro muchachas negras de mi ciudad natal. Pero los rostros que me rodeaban no expresaban nada. No sabían lo que era el racismo, y el único modo que tenían de comunicarse conmigo en aquel momento era consolarme, como si mis amigas hubiesen muerto en un accidente aéreo.
Leí una y otra vez los nombres. Carole Robertson. Cynthia Wesley. Addie Mae Collins. Denise McNair. Carole… Su familia y la mía eran amigas desde hacía muchos años. Carole, gordita, de largas trenzas onduladas y rostro dulce, era amiga íntima de mi hermana. Ella y Fania tenían aproximadamente la misma edad. Habían jugado juntas; habían ido juntas a clases de danza, asistido a las mismas fiestecitas. La hermana mayor de Carole y yo habíamos discutido constantemente con nuestras hermanas pequeñas porque estas siempre querían venir con nosotras cuando salíamos con nuestros amigos. Mi madre me contó más adelante que, cuando la señora Robertson se enteró de que había estallado una bomba en la iglesia, la telefoneó a ella, pidiéndole que la acompañase en coche al centro para ir a buscar a Carole. No supo lo ocurrido hasta el momento en que vieron pedazos del cuerpo de la muchacha esparcidos por el lugar.
Cuando volví a Brandeis, el primer semestre de mi último curso me obligaba a preparar tantas asignaturas de francés que no pude matricularme oficialmente en el curso de Marcuse sobre el pensamiento político europeo a partir de la Revolución francesa. No obstante, asistí a cada una de sus clases, cuidándome bien de ocupar un asiento en alguna de las primeras filas.
Desde lejos, Marcuse parecía inasequible. Supongo que su estatura, su cabello blanco, su marcado acento, su actitud de gran confianza en sí mismo y sus extensos conocimientos le hacían parecer un personaje intemporal, el arquetipo del filósofo. Visto de cerca, era un hombre de mirada viva y chispeante, de sonrisa sencilla y espontánea.
Le expliqué lo que me había llevado a hablar con él. Le dije que tenía la intención de estudiar Filosofía después de graduarme, quizás en la Universidad de Frankfurt, pero que mis lecturas sobre la materia no habían sido en absoluto sistemáticas (no había prestado la menor atención a las circunstancias nacionales o históricas). Y le pedí que me diese, si no era demasiado, una lista de obras por el orden en que yo debía leerlas. También le pedí permiso para participar en su seminario para graduados sobre la Crítica de la razón pura , de Kant.
Poco después de la llegada al poder de los nazis en Alemania, Marcuse emigró a Estados Unidos junto con el grupo de intelectuales que habían fundado el Institut für Sozialforschung (Instituto de Investigaciones Sociales). Entre ellos estaban Theodor Adorno y Max Horkheimer. Continuaron su trabajo durante varios años en nuestro país y, después de la derrota del fascismo, volvieron a crear el instituto como parte integrante de la Universidad de Frankfurt.

Cuando me embarqué con destino a Alemania, Watts estaba en plena revuelta. Sentí otra vez aquel viejo dilema, la tensión de la cabeza de Jano; me resultaba difícil marcharme del país en aquel momento. Sin embargo, nueve o diez días después estaba al otro lado del océano. Mi beca consistía en el precio del pasaje y cien dólares mensuales para alojamiento, comida, transportes, libros y cualquier otra necesidad. Al recorrer la ciudad en busca de habitación, en todas las agencias me decían: «Es tut uns leid, aber wir haben keine Zimmer für Ausländer» («Lo sentimos, pero no tenemos habitaciones para extranjeros»), Y su actitud significaba claramente: «Nuestras habitaciones están reservadas para los arios».
Para la historia, veinte años no son mucho tiempo; la mitad de las personas que veía por las calles, prácticamente todos los adultos, habían vivido la época de Hitler. Y en la Alemania Occidental, a diferencia de la República Democrática, no había habido ninguna campaña sistemática contra las actitudes fascistas y racistas que tan arraigadas estaban en la población.
Durante las primeras semanas de clase, no entendí una palabra de lo que decía Adorno. No solo porque era difícil captar sus ideas, sino porque hablaba un alemán muy especial, lleno de aforismos. Fue un consuelo ver que la mayoría de estudiantes alemanes que asistían a sus clases por primera vez tenían casi tantas dificultades en seguirle como yo.
Mi estancia en Frankfurt fue una experiencia intelectual muy intensa.
Participé en interesantes clases y seminarios dirigidos por Theodor
Adorno, Jürgen Habermas, el profesor Haag, Alfred Schmidt y Oscar Negt, y conocí obras formidables, como las tres Críticas de Kant y los escritos de Hegel y Marx (en un seminario, nos pasamos un semestre entero analizando unas veinte páginas de la Lógica de Hegel).
La mayoría de los estudiantes que vivían en la fábrica estudiaban Filosofía o Sociología. Muchos eran miembros de la SDS (Sozialistischer Deutscher Studentenbund), la Liga de Estudiantes Socialistas Alemanes. Todos ellos hacían serios esfuerzos por encontrar una forma de resistencia práctica capaz de derrocar algún día el sistema al que se oponían. Además de ocuparse de las contradicciones sociales en su país, hacían cuanto podían por crear entre los miembros de la liga una conciencia internacionalista. Participé en reuniones y manifestaciones contra la agresión norteamericana a Vietnam
Mientras yo estaba muy lejos, en Alemania Occidental, el movimiento de liberación de los negros experimentaba transformaciones decisivas. La consigna «Poder Negro» surgió en el transcurso de una marcha realizada en Misisipi. Las organizaciones cambiaban. El SNCC (Comité Coordinador de Estudiantes No Violentos), una importante organización de lucha por los derechos civiles, se convertía en la principal defensora del Poder Negro. El CORE (Congreso para la Igualdad Racial) sufrió transformaciones similares. En Newark se había organizado una Asamblea del Poder Negro de alcance nacional. En asociaciones políticas, sindicatos, iglesias y otras organizaciones se formaban grupos de negros que defendían sus reivindicaciones específicas. Las protestas y revueltas se generalizaban.
Mientras estudiaba Filosofía en Frankfurt y trabajaba en la retaguardia de la SDS, unos jóvenes negros de Oakland, California, habían decidido empuñar las armas para proteger a los habitantes de la comunidad negra de aquella ciudad contra la indiscriminada brutalidad policial que asolaba la zona. Dicha organización se llamaba Partido de los Panteras Negras para la Autodefensa.
Era el verano de 1967. Regreso a Estados Unidos
Me llamo Angela Davis —le dije—. Acabo de llegar a San Diego para estudiar Filosofía en la universidad. He estado dos años en el extranjero, y quiero ayudar en todo lo que pueda al movimiento negro de aquí, Una persona me ha dado tu nombre y tu teléfono…
Pasaban los días lentamente, y se hacían cada vez más remotas mis posibilidades de integrarme pronto en la comunidad negra de San Diego
Me parecía que, si no encontraba pronto una salida, aquellos incontenibles deseos de participar en un movimiento de liberación estallarían dentro de mí y me destruirían. Por ello me uní a la organización de estudiantes izquierdistas de la universidad y participé en la preparación de una acción contra la guerra de Vietnam.
En 1967, mucha gente no había llegado aún a la conclusión de que había que poner fin a aquella guerra sin más dilación
Unos días después,(de una manifestación)en una reunión del grupo que había organizado la manifestación, tuve la alegría de ver a una joven pareja de negros sentados al otro lado de la sala. Eran los primeros estudiantes negros que veía en el campus, y su presencia en aquella reunión significaba que estaban interesados en el movimiento. Comenzamos por investigar sistemáticamente en las residencias, piso por piso, preguntando si había estudiantes negros. Después recorrimos los departamentos de los graduados, lápiz y papel en mano, solicitando los nombres de todos los estudiantes y empleados negros.
. Asistió a la reunión un profesor negro, que se ofreció a responsabilizarse del grupo. Al poco tiempo, otro profesor, jamaicano, empezó a participar plenamente en el trabajo de la organización.
Vimos que, para actuar con eficacia, tendríamos que establecer relación con grupos similares al nuestro. De otro modo, cuando planteásemos alguna reivindicación, sería difícil convencer de nuestra fuerza a la administración de la universidad.
Decidimos, pues, asociarnos de manera informal con el Consejo de Estudiantes Negros de la otra universidad de San Diego, el State
College, y buscar también relación con las organizaciones comunitarias.
Me di cuenta, por aquellos días, de que se me miraba como a una dirigente del movimiento negro de la universidad. No es que yo hubiese buscado aquella posición; simplemente resultó que, a pesar de mi ausencia de dos años, yo era una de las organizadoras de mayor experiencia en el campus.

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