10 de noviembre de 2020

Fragmentos de una Biografía ANGELA DAVIS

del libro “Autobiografía” de Ángela Davis

Este libro, es solo una pequeña parte de la intensa vida de AD, era muy joven cuando lo escribió, tanto que se negó en un principio a hacerlo. Sin embargo, es un libro sumamente importante para acercarnos a su vida, ya que se perfila aquí, su lucha contra el racismo y _como dice en el prólogo Arnaldo Otegi_ el interés que ella pone en defensa de la abolición del sistema carcelario, su denuncia de este perverso modelo de control social y castigo político que condena doblemente a las mujeres y a los sectores más vulnerables.

Primera Parte

A los cuatro años me di cuenta de que los vecinos de enfrente eran distintos de nosotros, aunque todavía no era capaz de asociar aquella diferencia con el color de su piel.
Casi inmediatamente después de nuestra llegada, los blancos se reunieron y decidieron establecer una frontera entre ellos y nosotros. La calle Center sería la línea de demarcación; si nos quedábamos en «nuestro» lado de la calle, el lado este, se nos dejaría tranquilos. Si pasábamos a su zona, nos declararían la guerra
Un sacerdote negro y su esposa, los Deyabert, fueron los primeros en penetrar en territorio blanco: compraron la casa contigua a la de los Montee, los de la mirada llena de odio.
Era una tarde de primavera de 1949. Yo estaba en el cuarto de baño lavando los cordones de mis zapatos blancos para asistir a la Escuela Dominical a la mañana siguiente, cuando toda la casa se estremeció a causa de una explosión fortísima, el trueno más terrorífico que yo había oído nunca. Grupos de negros encolerizados subían por la colina y se paraban en «nuestro» lado de la calle, mirando las ruinas de la casa de los Deyabert, en la que había estallado una bomba.
El odio de los blancos hacia nosotros no era ni natural ni eterno.
En Birmingham, si teníamos hambre por la calle, debíamos esperar a llegar a un barrio negro para comer algo, porque los restaurantes y puestos de bocadillos estaban reservados a los blancos
Inevitablemente, mis amigos de la infancia y yo adoptamos una actitud ambivalente hacia el mundo de los blancos. Por una parte, sentíamos una aversión instintiva hacia todos aquellos que nos impedían realizar nuestros deseos, de los más ambiciosos a los más triviales. Por otra parte, sentíamos celos, también instintivos, por el hecho de que ellos tuviesen acceso a todas las cosas agradables que nosotros deseábamos.

En el centro de la ciudad, cerca de la estación de servicio de mi padre, había un cine, el Alabama, que me recordaba los de Nueva York. Día y noche, su fachada resplandecía con brillantes luces de neón. Una lujosa alfombra roja llegaba hasta la acera. Los sábados y domingos, la marquesina exhibía los títulos de las más recientes películas infantiles.
En el Alabama no se nos permitía la entrada; nuestros cines eran el Carver y el Octava Avenida, infestados de cucarachas, en los que se proyectaban, todo lo más, viejas películas de Tarzán
Solía recurrir a una historia fantasiosa, en la cual me ponía una careta blanca e iba tranquilamente al cine, al parque de atracciones o adonde fuese. Después de haber apurado la diversión, me subía a un estrado, llamaba la atención de los racistas blancos y, en un gesto dramático, me quitaba la careta, me reía descaradamente de ellos y les llamaba imbéciles.
Años después, siendo ya mayorcita, recordé aquella fantasía infantil y decidí, en cierto modo, hacerla realidad. Un día, cuando mi hermana Fania y yo íbamos por el centro de Birmingham, espontáneamente le propuse un plan: fingiríamos
ser extranjeras y entraríamos en la zapatería de la calle Diecinueve pidiendo, con un fuerte acento, un par de zapatos. Entre nosotras hablaríamos francés. Al ver a dos jóvenes negras que hablaban un idioma extranjero, los empleados de la tienda corrieron a atendernos. Su interés por nuestra exótica procedencia desplazó del todo, aunque solo temporalmente, su habitual desdén por los negros.
Así pues, Fania y yo no fuimos conducidas al fondo de la sala —donde el único dependiente negro nos habría atendido fuera de la vista de los «respetables» clientes blancos—, sino que se nos invitó a tomar asiento en el mismo centro de aquella tienda segregacionista. Yo fingí no saber nada de inglés, y lo poco que decía Fania en este idioma era muy difícil de entender, de modo que los empleados no lograron averiguar qué zapatos queríamos probarnos.
Encantados con la idea de hablar con unas extranjeras —aunque fuesen negras—, pero incapaces de entendernos, los dependientes fueron a buscar al gerente. La actitud de este fue exactamente la misma. Con una luminosa sonrisa, vino desde su apartado despacho y dijo: «A ver, ¿qué desean estas señoritas tan guapas?»…. «No es frecuente que recibamos a visitantes como ustedes, ¿saben?».
Cada vez que el hombre conseguía entender algo, se le iluminaban los ojos y exclamaba: «¡Oh!», abriendo mucho la boca…… Finalmente, con una seña le indiqué a Fania que pusiésemos fin a la broma….
Mi hermana y yo nos echamos a reír. Él se rio con nosotras, de modo vacilante, como quien sospecha ser objeto de una broma.
—¿De qué se ríen? —preguntó.
De repente, yo supe inglés y le dije de qué nos reíamos: —Todo lo que hemos de hacer los negros es fingir que venimos de un país extranjero, y entonces nos tratarán como auténticos dignatarios. —Nos levantamos, riendo aún, y salimos de la tienda.

Había llevado a la realidad, casi al pie de la letra, mi fantasía infantil.Cuando terminamos los estudios en la Carrie A. Tuggle, ingresamos en la filial del Parker, que estaba a varias manzanas de distancia del edificio principal. Era un grupo de destartalados barracones de madera, no muy diferentes de los que acabábamos de abandonar.
La violencia interiorizada, dirigida contra nosotros mismos, que constituía una parte tan importante de nuestra vida en la Escuela Tuggle, rozaba en el Parker los límites de la lucha fratricida. Casi no pasaba un día sin que se produjese una pelea, en la clase o fuera de ella. Hasta que un día cálido y ventoso, en el mismo patio, un alumno del instituto mató a otro a navajazos. Era como si estuviésemos atrapados en un torbellino de violencia del que no podíamos salir,
Nadie habría dicho que el 4 de diciembre de 1955, en Montgomery, Rosa Parks se había negado a abandonar su asiento de la parte delantera del autobús, o que Martin Luther King dirigía un boicot general a los autobuses en la misma ciudad, a solo dieciséis kilómetros de la nuestra, o que en el mismo Birmingham existía un embrionario movimiento popular por la cuestión de los autobuses.
La protesta contra los autobuses planeada en Birmingham para el 26 de diciembre de 1956 fue atribuida a la iniciativa del ACMHR. Decididos a aplastar este movimiento antes de que pudiera desarrollarse, los racistas, alentados por Bull Conner, sacaron del armario sus viejas y queridas armas: los cartuchos de dinamita que tan bien conocíamos. La noche de Navidad, una atronadora explosión destrozó la casa del reverendo Shuttlesworth.
Aquellos días yo me sentía muy agitada. Estaban pasando cosas que podían cambiar nuestras vidas. Pero me decían que era demasiado joven (tenía doce años), y además una chica, para verme expuesta a las porras y a la violencia de la policía. Sin embargo, al pasar los años y aumentar las necesidades del movimiento, se hizo imprescindible incorporar a él, a todos los niveles, a cualquier hombre, mujer o niño que estuviese dispuesto a ello
Mi madre pensaba en los peligros con los que quizá tendría que enfrentarme y, aunque deseaba que yo continuase mi educación, le preocupaba mucho que hubiera de marcharme de casa.
A los quince años, y ella temía que un curso en aquel campus, rodeada de muchachos y muchachas mayores que yo, me robase lo que me quedaba de infancia y me hiciese madurar «antes de tiempo». Para bien o para mal, subí al tren que había de llevarme a Nueva York. El mismo viaje fue simbólico. Al tomar asiento en el departamento del tren reservado a los negros, me vi rodeada de amigos y conocidos de Birmingham que se dirigían a las instituciones escolares situadas a lo largo de la ruta de Nueva York. A medida que aquel tren segregacionista avanzaba por Alabama y por Georgia, en dirección a Washington, mis amigos se apeaban en pequeños grupos
La perspectiva que se abría ante mí me atraía y me preocupaba al mismo tiempo. Había asumido la obligación de vivir y estudiar entre blancos durante los próximos dos años, pero ¿podría acostumbrarme a estar con ellos todo el tiempo? A pesar de que, al menos en teoría, los blancos con los que iba a relacionarme en casa y en el instituto estaban más o menos comprometidos en la lucha por la igualdad de mi pueblo, el impacto del racismo sobre mí había sido tan enorme que sabía que tendría que hacer un gran esfuerzo para adaptarme a un mundo predominantemente blanco
El Manifiesto comunista me impresionó como el resplandor de un relámpago. Lo leí ávidamente, encontrando en él respuestas a muchas de las cuestiones aparentemente insolubles que me atormentaban. Lo leí una y otra vez, sin entender del todo cada pasaje o cada idea, pero fascinada por la posibilidad de una revolución comunista en mi país. Comencé a ver los problemas de los negros en el contexto de un gran movimiento de la clase trabajadora. Mis ideas acerca de la liberación de los negros eran imprecisas y no encontraba el modo de ordenarlas, pero comenzaba a entender cómo podía ser abolido el capitalismo
Me venían a la cabeza imágenes de los obreros negros de Birmingham que cada mañana recorrían el camino hacia las acerías o bajaban a las minas. Como un hábil cirujano, aquel documento extirpaba las cataratas de mis ojos. Todo quedaba explicado: las miradas de odio en la Colina de la Dinamita, el estallido de los explosivos, el miedo, las armas escondidas, la mujer negra que vino llorando a nuestra puerta, los niños que no almorzaban, los navajazos en la escuela, los pasatiempos de la clase media negra,

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