Sandra Uicich
“En el centro de mi irónica fe,
mi blasfemia es la imagen del cyborg”
(Haraway)
“Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX” de Donna Haraway fue publicado, en su primera versión, en 1984, en el contexto del gobierno de Ronald Reagan en EEUU, en pleno auge de las medidas neoliberales pactadas en el Consenso de Washington. El texto contiene una serie de críticas al feminismo esencialista, a las políticas identitarias, a los dualismos –por ejemplo, hombre/animal, hombre/mujer o natural/artificial-, y también a la idea de que existe una comunicación perfecta, que traduce racionalmente y de modo unívoco todos los significados, vinculada al lenguaje dominante del patriarcado.
“El presente trabajo es un canto al placer en la confusión de las fronteras [de los dualismos] y a la responsabilidad en su construcción. Es también un esfuerzo para contribuir a la cultura y a la teoría feminista socialista de una manera postmoderna, no naturalista, y dentro de la tradición utópica de imaginar un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin”.
Este texto se aparta del humanismo (la valoración exacerbada del hombre, de su capacidad de acción y su racionalidad, como perspectiva antropocéntica). Se encuentra a caballo entre el poshumanismo -en el que el hombre es asumido como parte de la trama natural, de modo no jerárquico, y pensado entre/con las cosas, por lo que se corre de un lugar de centralidad– y el transhumanismo –que busca un mejoramiento a través de la tecnología, que termine con las deficiencias o limitaciones de nuestra especie.
Por ello Haraway recupera la figura del cyborg, para romper dualismos y estereotipos y pensar una nueva forma de convivencia interespecies: “A finales del siglo XX (…) todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo; en unas palabras, somos cyborgs. El cyborg es nuestra ontología, nos otorga nuestra política”.
Un cyborg es un organismo cibernético, a la vez viviente y artificial, biológico y mecánico, que puede vivir tanto en un mundo natural como artificial, o incluso en el espacio estelar cercano, y por lo tanto rompe los límites entre lo físico y lo no físico. No es ni humano ni animal ni máquina, sino todo a la vez: esta ambigüedad tiene una potencia, para Haraway: “El cyborg es una especie de yo personal, postmoderno y colectivo, desmontado y vuelto a montar. Es el yo que las feministas deben codificar”. No es ni hombre ni mujer, y permite, por lo tanto, pensar/hacer un mundo posgenérico. Es un híbrido con identidad fluida y quizás debería pensarse en él como un monstruo: muestra, a contraluz, lo que el ordenamiento social vigente rechaza, cuestiona o condena.
El cyborg es un ensamblaje, un entrecruzamiento de elementos que se vinculan en red, por interconectividad, por acoplamientos que pueden resultar novedosos. “Estoy argumentando en favor del cyborg como una ficción que abarca nuestra realidad social y corporal y como un recurso imaginativo sugerente de acoplamientos muy fructíferos”, propone Haraway, al considerar a la figura del cyborg como un “irónico mito político fiel al feminismo, al socialismo y al materialismo”.
“El mito de mi cyborg trata de fronteras transgredidas, de fusiones poderosas y de posibilidades peligrosas que gentes progresistas pueden explorar como parte de un necesario trabajo político”.
Esta figura metafórica de Haraway tiene una serie de derivas políticas: una apuesta a recodificar la comunicación para subvertir el mando y el control propio del patriarcado, la posibilidad de soñar otras formas de parentesco, de conexión y así generar otros mundos posibles no atados a la idea de totalidad o a la de comunidad, la necesidad de romper con los dualismos y dicotomías y abrazar la pluralidad y multiplicidad de modos de ser, rechazando identidades fijas. Propone, así, un nuevo enfoque para la lucha feminista. “La situación actual de las mujeres es su integración/explotación en un sistema mundial de producción/reproducción y de comunicación llamado informática de la dominación. El hogar, el sitio de trabajo, el mercado, la plaza pública, el propio cuerpo, todo, puede ser dispersado y conectado de manera polimorfa, casi infinita, con enormes consecuencias para las mujeres y para otros, consecuencias que, en sí mismas, son muy diferentes en gentes diferentes y que convierten a los poderosos movimientos internacionales de oposición en algo difícil de imaginar, aunque esencial para la supervivencia.” Se trata entonces de “conectar”, de generar afinidades: “afinidad, no identidad”, dice la autora. “Los cyborgs no son reverentes, no recuerdan el cosmos, desconfían del holismo, pero necesitan conectar: parecen tener un sentido natural de la asociación en frentes para la acción política, aunque sin partidos de vanguardia”.
El “Manifiesto para cyborgs” se vuelve, aún hoy –y una y otra vez- una lectura imprescindible ante la reaparición de miradas esencialistas/identitarias o el rechazo tecnofóbico de objetos y aparatos que configuran nuestras subjetividades en el presente.
“Desde una perspectiva, un mundo de cyborgs es la última imposición de un sistema de control en el planeta, la última de las abstracciones inherentes a un apocalipsis de Guerra de las Galaxias emprendida en nombre de la defensa nacional, la apropiación final de los cuerpos de las mujeres en una masculinista orgía de guerra. Desde otra perspectiva, un mundo cyborg podría tratar de realidades sociales y corporales vividas en las que la gente no tiene miedo de su parentesco con animales y máquinas ni de identidades permanentemente parciales ni de puntos de vista contradictorios. La lucha política consiste en ver desde las dos perspectivas a la vez, ya que cada una de ellas revela al mismo tiempo tanto las dominaciones como las posibilidades inimaginables desde otro lugar estratégico. La visión única produce peores ilusiones que la doble o que monstruos de muchas cabezas. Las unidades ciborgánicas son monstruosas e ilegítimas”.
Sandra Ucich : Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional del Sur (UNSur, Bahía Blanca, Argentina)