del libro “Autobiografía” de Ángela Davis
(Quinta parte)
Acababa de ser detenida; me esperaba un juicio en California bajo las acusaciones de asesinato, secuestro y conspiración. La condena por uno solo de aquellos cargos podía significar la muerte en la cámara de gas. Cualquiera habría pensado que aquello era una derrota terrible para el movimiento. Pero, en aquel momento, me sentía más animada de lo que lo había estado en mucho tiempo. La lucha sería dura, pero se atisbaba ya la victoria. En el profundo silencio de la cárcel descubrí que, haciendo un esfuerzo, podía oír el eco de las consignas que gritaban los manifestantes en la calle: «¡Angela Davis, libertad! ¡Detenidos, libertad!».
Con las esposas de Nueva York en las muñecas, me llevaron a una comisaría de policía que olía a cerrado, donde fui oficialmente fichada como detenida del Estado de Nueva York. Formularios, huellas dactilares, fotos…, la misma rutina de siempre.
Me enteré después de que no estaba permitido tener nada en las celdas, absolutamente nada. No solo estaban prohibidos los cigarrillos y cerillas, sino también los libros, objetos de escritorio, cepillos de dientes, jabón, toallas, prendas de vestir y zapatos. Antes de encerrar a cada reclusa en la celda se aseguraban siempre de que se había quitado la ropa interior y de que no llevaba nada aparte del ligero camisón verde claro que se le entregaba. ¿Cómo podían ser usados una revista o un libro para causarse algún daño? ¿O el papel higiénico? No se nos permitía ni tener un rollo de papel higiénico en la celda. Cada vez que queríamos usar el inodoro, teníamos que llamar a la celadora para que nos trajera papel, como si fuésemos niñas pequeñas.
Más adelante me enteré de que a aquellas mujeres se les administraba diariamente Thorazine con cada comida y de que, aunque en un principio hubiesen estado perfectamente cuerdas, los tranquilizantes las habían vuelto taciturnas y desinteresadas por cuanto las rodeaba. A las pocas horas de verlas mirar al vacío en silencio, me sentí como en una pesadilla.
Cuando se abrió la puerta metálica, comencé a oír aquel conjunto de ruidos propios de las cárceles: los gritos, los fuertes ruidos metálicos, el entrechocar de las llaves. Algunas reclusas me reconocieron y me sonrieron cálidamente o levantaron el puño en un gesto de solidaridad. El ascensor se detuvo en el tercer piso, donde estaba el economato. Las mujeres que esperaban el ascensor me reconocieron también y me dijeron cordialmente que estaban a mi lado, uniendo algunas a la palabra los puños alzados. Aquellas eran las «peligrosas» mujeres que podían atacarme porque no les gustaban los comunistas, y por eso se me había «ocultado» en la sección 4b. Aquel descenso a la planta baja, al igual que los siguientes, demostraba bien a las claras lo que yo ya sabía: que el supuesto peligro que corría era un simple pretexto de la administración de la cárcel.
Había transcurrido poco más de una semana cuando la directora informó a Margaret de que se me iba a trasladar a la sección ordinaria de la cárcel. Aquello me causó una gran alegría, pero me esforcé por dar a las funcionarias la impresión de que el traslado era algo a lo que tenía derecho y que había dado siempre por seguro.
Decidí dramatizar la situación declarándome en huelga de hambre mientras se me mantuviese aislada; esa sería mi contribución a la lucha desde dentro de aquellos muros, mientras en el exterior se llevaban a cabo otras acciones- Gracias al «teléfono» me enteré de que por toda la cárcel había mujeres que estaban haciendo una huelga de hambre en solidaridad conmigo
Una tarde, mientras estaba aún aislada, vino a visitarme Kendra Alexander. Me dijo que estaba a punto de comenzar una manifestación de protesta por mi aislamiento. Ellos sabían más o menos dónde estaba mi celda, y yo les había explicado detalladamente las zonas de la avenida Greenwich que veía desde la ventana. Desde cinco o seis pisos del edificio, las mujeres cuyas ventanas daban a la avenida Greenwich podrían ver y oír la manifestación.
El décimo día de mi huelga de hambre, cuando estaba convencida de que podría resistir indefinidamente sin comer, el tribunal federal emitió un mandato por el que prohibía a la administración de la cárcel mantenerme durante más tiempo aislada y bajo máxima vigilancia
Mi celda medía dos metros y medio de largo por uno y medio de ancho. Las hermanas me ayudaron a improvisar una cortina delante del inodoro y del lavabo, para que no pudieran verse desde el corredor. Con periódicos envueltos en trapos me enseñaron a hacer un cojín para cubrir la tapa del inodoro, a fin de poder usarlo como asiento para la mesa metálica abatible que había en la pared de enfrente. Me reí de buena gana al pensar que todo lo que escribiese en los próximos días lo haría sentada en la tapa del inodoro.
Las cárceles y los penales están pensados para destruir a las personas, para convertir a los presos en ejemplares de zoológico, obedientes a sus guardianes pero hostiles entre sí. Como respuesta, el preso inventa y recurre continuamente a las más variadas formas de defensa. Por ello, en casi todas las cárceles se pueden observar dos niveles de existencia. El primer nivel lo componen las normas y actitudes prescritas por la dirección del establecimiento. El segundo nivel es la cultura del preso propiamente dicha: las reglas y formas de conducta creadas por él para protegerse del terror —declarado o encubierto— encaminado a quebrantar su moral.
Se trata de una cultura de resistencia, entendida en un sentido elemental, pero de resistencia desesperada. Es, pues, incapaz de atacar realmente el sistema. Todos sus elementos se basan en la aceptación de que el sistema carcelario subsistirá. Y precisamente por esto el sistema no intenta combatirla. (Lo que se da en ocasiones es un apoyo disimulado a la subcultura del preso). Yo no dejaba de asombrarme al descubrir los infinitos detalles de la vida social que mis compañeras de presidio consideraban dominio propio y exclusivo. Aquella cultura era desdeñosamente ocultada a las funcionarias.
Una mujer cuya celda estaba a poca distancia de la mía me hizo una fascinante descripción del sistema por el cual las reclusas podían adoptar a sus amigas de la cárcel como parientes. Descubrí, asombrada y desconcertada, que la inmensa mayoría de las reclusas del establecimiento estaban claramente organizadas en generaciones y familias: había madres-esposas, padres-esposos, hijos e hijas e incluso tías, tíos, abuelas y abuelos. Este sistema familiar servía a cada una de defensa contra el hecho de no ser más que un número. Humanizaba el ambiente y permitía la identificación con otras personas dentro de una estructura familiar.
Cuando me hube adaptado a la vida de la cárcel, ya en la sección ordinaria, empecé a plantearme la posibilidad de impulsar una actividad política colectiva. Mucha gente ignora que una cárcel y un penal son cosas totalmente diferentes. Los reclusos de un penal han sido ya condenados y están cumpliendo sentencia; las cárceles tienen sobre todo la función de retener a los detenidos en espera de juicio, en el cual pueden ser declarados culpables o inocentes. Más de la mitad de las personas encerradas en cárceles no han sido declaradas culpables de delito alguno y, sin embargo, se las obliga a pudrirse en una celda. Como la libertad bajo fianza es algo que, por su misma esencia, favorece a los relativamente acomodados, el número de personas pobres que no pueden pagar la fianza y siguen en las cárceles después de su detención es desproporcionado
En el séptimo piso, a los pocos días de estar yo allí, las hermanas me pidieron que les hablase del movimiento popular, por propia iniciativa, sin que yo las incitase a ello. Hablamos del racismo y de la injusticia que supone considerar a los negros seres inferiores. El racismo es, fundamentalmente, un arma que usan los ricos para aumentar sus beneficios, al pagar menos a los trabajadores negros. Hablamos de cómo el racismo confunde a los obreros blancos, los cuales olvidan a menudo que son explotados por un patrón y descargan sus frustraciones sobre la gente de color. En el corredor y en la sala de recreo sostuvimos numerosas discusiones sobre el significado del comunismo. Las hermanas se interesaron especialmente por la narración de mis experiencias en Cuba durante 1969. Aquel viaje me sirvió para comprobar cuánto puede hacer el socialismo para erradicar el racismo.
Cuando mi estancia en la Cárcel de Mujeres se acercaba a su fin, unos grupos de mujeres de Nueva York se pusieron a organizar un fondo de solidaridad para el pago de fianzas de las mujeres allí recluidas. Algunas de ellas pasaban meses en una celda por no tener los cincuenta dólares de la fianza. Mientras se hacía este trabajo en el exterior, en la cárcel discutíamos acerca de su organización.
En una fría tarde de domingo tuvo lugar una manifestación masiva en la avenida Greenwich. Había sido convocada por la organización para el pago de fianzas y por el Comité de Nueva York para la Liberación de Angela Davis. La multitud congregada se mostró tan entusiasta que sentimos el deseo de organizar paralelamente dentro de la cárcel alguna demostración de fuerza. Nos reunimos en el corredor y decidimos las consignas que íbamos a gritar y la forma en que lo haríamos, al unísono, cada una desde la ventana de su celda. Yo nunca habría imaginado que pudiesen desarrollarse entre las hermanas de aquella cárcel tales sentimientos de dignidad y optimismo.
Los de fuera gritaban: «¡Un, dos, tres, fuera la Cárcel de Mujeres!», «¡Libertad para ellas, libertad para nosotros!», y otras consignas políticas habituales en aquellos momentos
Mientras quedaron manifestantes en la calle, nosotras seguimos gritando. Cuando ellos se marcharon, todo nuestro piso quedó vibrante de excitación. Estábamos orgullosas de la firme actitud que habíamos mantenido ante la burocracia. Y, en aquellos momentos de triunfo, representó una cruel decepción para nosotras saber que el Tribunal Supremo de Washington había denegado nuestra apelación y que, al ser concedida la extradición, me entregarían a California.
SEXTA PARTE
22 de diciembre de 1970
Cuando el avión aterrizó en California, después del viaje de extradición de doce horas a través del país, había en el aeropuerto tantos hombres armados esperándonos como hubo antes en el de la Costa Este vigilando mi partida. Los policías parecían perdidos entre los centenares de hombres con el uniforme de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Estaban apostados por toda la zona y alineados a ambos lados del camino que tomó la comitiva para atravesar la base a toda velocidad.
Ahora que estaba en el condado de Marín, debía estar preparada para enfrentarme con mis acusadores en su terreno. Había que formar un equipo de defensores. John pensaba volver al este cuando estuviese resuelta la cuestión de los abogados, y Margaret se quedaría. Yo habría de tener confianza absoluta en mis abogados, pues, en sentido literal, iba a confiarles mi vida. Margaret y yo habíamos establecido ya aquella profunda confianza, pues nos queríamos como hermanas.
Margaret telefoneó al bufete de Howard para preguntarle si estaría dispuesto a aceptar la principal responsabilidad del caso. Él accedió inmediatamente, y Franklin salió para Atlanta a fin de hablar con detalle del asunto. Habíamos superado la primera dificultad. Me sentí enormemente aliviada.
Las cárceles son organizaciones irracionales, en el sentido de que sus mandamases no piensan; no resuelven ningún problema ni afrontan racionalmente ninguna situación que se aparte en lo más mínimo de la norma establecida. El vacío que crea todo ello se llena con una serie de reglas y con el temor a establecer precedentes (es decir, reglas que ellos no han digerido aún). Antes de iniciar siquiera la batalla decisiva por mi vida, antes de empezar, por así decirlo, a forjar nuestras armas para vencer al monstruo, tuvimos que emplear gran cantidad de energía luchando por minucias. Debido a las reglas gracias a las cuales sobreviven las cárceles, lo único que hace vibrar a sus administradores es la proximidad del dolor y de la muerte. Los más rápidos en matar eran siempre los que más se indignaban por la infracción del reglamento.
5 de enero de 1971
Alguien apretó un botón y se abrió la puerta metálica que cerraba la sección de mujeres. Me llevaban ante el tribunal donde el Estado de California me acusaría oficialmente de asesinato, secuestro y conspiración
El juez se negó, pues, a ordenar que me permitieran estar con las demás reclusas; quería una petición nuestra detallada y documentada en la que se especificasen con precisión las condiciones de mi encarcelamiento y se expusiese en términos legales las razones por las que creíamos que no debía mantenérseme aislada. Aquella era una típica forma de invertir el proceso de la justicia: cada vez que ellos violaban mis derechos, se nos exigía a nosotros que demostrásemos por qué no debían ser violados.
Bettina Bettina Aptheker se había convertido en una de las principales dirigentes del Free Speech Movement (Movimiento por la Libertad de Expresión)[34] de Berkeley, que preparó el terreno para la rebelión universitaria de los años sesenta. Cuando me visitó en Los Ángeles en la época de la lucha por mi trabajo en la universidad, llevábamos unos diez años sin vernos. Ella escribía para el World Magazine (la sección ilustrada de nuestro diario del partido) y me hizo una entrevista acerca de la lucha que estaba llevando por conservar mi empleo en la Universidad de Los Ángeles. Después de aquel día, siempre que nos habíamos visto había sido por poco tiempo y en medio de alguna emergencia de tipo político. Yo me sentía frustrada porque nunca teníamos tiempo de hablar con tranquilidad.
Me alegró saber que iba a reservarse algunos días para actuar como investigadora legal mía, pues ello significaba que podía visitarme durante más tiempo y fuera de las horas regulares de visita.
En una de nuestras primeras entrevistas, Bettina me informó de que el Comité de Defensa inglés tenía intención de publicar un libro formado por escritos míos relativos a mi juicio y al movimiento por mi libertad, y nos pedían que reuniésemos un conjunto de textos entre los que pudieran seleccionar el material para el libro. Desde el principio consideramos aquel libro como un instrumento a través del cual la gente pudiese profundizar sus conocimientos sobre la represión, conocer casos de presos políticos y enterarse de lo que realmente ocurría en las cárceles norteamericanas
Bettina y yo escribimos varios artículos sobre las cárceles y los presos políticos. Durante una serie de largas reuniones en la cárcel, dificultadas por el cristal y los teléfonos o por la rejilla de metal, decidimos qué otros materiales se incluirían en el libro. Mis carceleras no permitían que mis investigadores trajesen ningún papel, aparte de una libreta de hojas en blanco y un lápiz. Por ello, todos los materiales me llegaban a través de los abogados. Y Bettina tenía que retener en la memoria todos los asuntos que quería discutir conmigo.
Confiamos la edición del libro a una empresa negra, The Third Press. Por desgracia, no nos dimos cuenta de que aquella empresa estaba sobre todo interesada en promocionar comercialmente el libro, aun a costa de presentarme a mí no como coordinadora de su contenido, sino como autora.
Una de las «válvulas de escape» de la cárcel tenía un carácter declaradamente sexista. Era la ostensible presencia de lavadoras, secadoras y diversos utensilios para planchar, que, aparte de las mesas de metal y los taburetes sin respaldo, constituían el único mobiliario de la sala. El «razonamiento» que justificaba aquello era seguramente el de que las mujeres, por el hecho de serlo, echan en falta una parte esencial de su vida si se las priva de las tareas domésticas. Los uniformes y la ropa interior de los presos eran enviados a lavar al exterior; la ropa de las mujeres, en cambio, debía ser lavada por ellas mismas. Si no se ofrecían voluntariamente a lavar y planchar, se les imponía un programa de trabajo. Este sistema de trabajo era, además, racista. Cuando, empujadas por el aburrimiento, había muchas mujeres que se ofrecían para lavar, las reclusas negras eran firmemente rechazadas. Pero, cuando no había voluntarias, se las obligaba a hacerlo.
Las causas de Ruchell Magee y Angela Davis, que estaban unidas deciden separarlas. “Quienes, a lo largo de todo el país, nos esforzamos por impulsar un movimiento de masas capaz de lograr la libertad de todos los presos políticos, nos hallamos en este momento ante una doble responsabilidad. Debemos exponer al pueblo los casos de Ruchell Magee y Angela Davis con objeto de dar a las masas una visión clara de la opresión que representa el sistema penal”